Podstrony
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presentan aquí la manía de un loco. Tal vez con la plombagina de los lápices se hace una bebida enlo- quecedora. Sólo hay un medio para irrumpir de una vez en el seno de estos enigmas, y es ir al cementerio de la colina. Sus compañeros apenas se dieron cuenta de que le habían obedecido y seguido, cuando, en el jardín, un golpe de viento les azotó la cara. Ello es que le habían obedecido de un modo automático, porque Craven se encontró con un hacha en la mano y la au- torización para abrir la tumba en el bolsillo. Flam- beau llevaba la azada del jardinero, y el mismo padre Brown llevaba el librito dorado de donde había des- aparecido el nombre de Dios. 151 El camino que, sobre la colina, conducía al cemen- terio de la parroquia, era tortuoso, pero breve, aun- que con la furia del viento resultaba largo y difícil. Hasta donde la vista alcanzaba, y cada vez más lejos conforme subían la colina, se extendía el mar inaca- bable de pinos, doblados por el viento. Y todo aquel orbe parecía tan vano como inmenso; tan vano como si el viento silbara sobre un planeta deshabitado e inútil. Y en aquel infinito de bosques azulados y ceni- zos cantaba, estridente, el antiguo dolor que brota del corazón de las cosas paganas. Parecía que en las voces íntimas de aquel follaje impenetrable gritaran los perdidos y errabundos dioses gentiles, extravia- dos por aquella selva, e incapaces de hallar otra vez la senda de los cielos. Ya ven ustedes dijo el padre Brown en voz baja, pero no sofocada . El pueblo escocés, antes de que existiera Escocia, era lo más curioso del mundo. Todavía lo es, por lo demás. Pero en tiempos prehis- tóricos, yo creo que adoraban a los demonios. Y por eso añadió con buen humor , por eso después ca- yeron en la teología puritana. Pero, amigo mío dijo Flambeau amoscado , ¿qué significa todo ese rapé? Pues, amigo mío replicó Brown con igual se- riedad y siguiendo su tema , una de las pruebas de toda religión verdadera es el materialismo. Ahora bien; la adoración de los demonios es una religión verda- dera. Habían llegado al calvero de la colina, uno de los pocos sitios que dejaba libre el rumoroso pinar. Una pequeña cerca de palos y alambres vibraba en el vien- to, indicando el límite del cementerio. El inspector Craven llegó al sitio de la sepultura, y Flambeau hincó 152 la azada y se apoyó en ella para hacer saltar la losa; ambos se sentían sacudidos por la tempestad como los palos y alambres de la cerca. Crecían junto a la tumba unos cardos enormes, ya mustios, grises y pla- teados. Una o dos veces, el viento arrancó unos car- dos, lanzándolos como flechas frente a Craven, que se echaba atrás asustado. Flambeau arrancaba la hierba y abría la tierra hú- meda. De pronto se detuvo, apoyándose en la azada como en un báculo. Adelante dijo cortésmente el sacerdote . Es- tamos en el camino de la verdad. ¿Qué teme usted? Temo a la verdad dijo Flambeau. El detective londinense se soltó hablando ruido- samente, tratando de parecer muy animado: ¿Por qué diablos se escondería este hombre? ¿Sería repugnante tal vez? ¿Sería leproso? O algo peor contestó Flambeau. ¿Qué, por ejemplo? continuó, el otro . ¿Qué peor que un leproso? No sé dijo Flambeau. Siguió cavando en silencio y, después de algunos minutos, dijo con voz sorprendida: Me temo que fuera deforme. Como aquel trozo de papel que usted recordará dijo tranquilamente el padre Brown . Y, con todo, logramos triunfar en aquel papel. Flambeau siguió cavando con obstinación. Entre- tanto, la tempestad había arrastrado poco a poco las nubes prendidas como humareda a los picos de las montañas, y comenzaron a revelarse los nebulosos campos de estrellas. Al fin, Flambeau descubrió un gran ataúd de roble y lo levantó un poco sobre los bordes de la fosa. Craven se adelantó con su hacha. El 153 viento le arrojó un cardo al rostro y le hizo retroce- der; después dio un paso decidido, y con una energía igual a la de Flambeau, rajó y abrió hasta quitar del
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