Podstrony
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Sabían que en breve iban a regalarse con el sabor casi ignorado del pan burdo, para ellos infinitamente delicado... Causaba lástima el verlos. Cubríales el cuerpo una camisilla de tucuyo abierta sobre el pecho y atada a la cintura con una faja. Por la abertura se les veía los cuerpecitos morenos, flacos y angulosos. Agiali obsequió a cada uno de los pequeños con la mitad de un pan, que los canijos fueron a devorar, con devoción, en la puerta de la cocina, recogiendo la más menuda migaja que dejaban caer de la boca, silenciosos ante la solemnidad del acto estupendo y sin dignarse mirar a los dos grandes, lanudos y enflaquecidos perros que, sentados sobre sus patas traseras, permanecían inmóviles frente a ellos, con las babas colgantes y los ojos obstinadamente clavados en el mendrugo que los granujillas seguían saboreando lentamente, con fruición, cual si jamás sus paladares hubiesen gustado cosa más deliciosa. El mozo cogió algunos panecillos y dijo a su madre: Oye, madre; has de encontrar en el atado un poco de maíz, y puedes cocinarlo hasta que yo venga. Voy donde Wata-Wara. Salió. Al aproximarse a la casa de su novia ladráronle los perros, y al ruido apareció la enferma en el vano del rústico arco de adobes. Presentóse pálida, enflaquecida, transparente, y parecía blanca como la camisa que le cubría el busto; blanca, ojerosa. Los cabellos azulosos por tan negros, le caían en dos gruesas trenzas sobre las espaldas, y llevaba desnuda la cabeza, partida en medio por la raya del peinado. En los días de enfermedad y de reposo se le había aclarado el cutis, y en la tersura de su rostro ovalado le brillaban extraordinariamente los ojos, grandes, negros y expresivos. Al ver a su novio, un tinte rosa cubrióle las mejillas pálidas y una sonrisa dulce y alegre animó su rostro: ¿Eres tú? No creí que vinieras tan pronto. Te vi llegar y venías con la madre; pero, ya ves..., ¡no puedo! Y el rubor se hizo más intenso. Dicen que has estado mal. No sé. ¿Y ahora? Ahora estoy bien... Pero siéntate, estarás cansado. ¿Me traes algo? Te traigo esto. Y el mozo le presentó los panes, que la joven se apresuró en coger de sus manos con alegría glotona y desbordante. ¿Y cómo te fue por allá? inquirió la Coyllor, recibiendo un pan de manos de su hija. Bien; trabajé mucho. Mejor para ustedes; nada les faltará en su casa. ¿Y viste al cura? Agiali narró la tempestuosa entrevista sin omitir lo de la apaleadura, divirtiendo bastante a las dos mujeres. Benditas sean sus manos dijo la zagala mirando con picardía a su novio. ¿Y cómo andan las sementeras? preguntó a su vez Agiali. Hicieron un gesto desolado. Iban mal. Quizá habría un poco de grano y algo de patatas; el resto, perdido. Llueve poco agregó la anciana y hiela; creo que perderemos las cosechas. Era la preocupación general. El tiempo se había hecho imposible: llovía muy poco, helaba a menudo, y un día vino el granizo y arrasó con todo. Ellos lo vieron venir tal como se les presenta a su fantasía: un viejo muy viejo, de luengas barbas blancas, perverso y sañudo, que se oculta detrás de las nubes y lanza su metralla allí donde se produjo un aborto... Y ellos, ignorantes de todo, probaron conjurar el peligro, como otras veces. Corrieron a las cimas de los cerros, encendieron grandes fogatas, y agitando en el aire palmas benditas, poblaron los espacios con el hondo clamor de pututos y de gritos imploradores: ¡pasa, ¡pasa!; pero se rompieron las nubes con el peso de su carga, y el pedrisco blanco del viejo implacable machucó los sembríos, haciendo correr arroyos de agua verde por el llano... Ahora, con las lluvias, se iban reponiendo de la avería, y ojalá pudiesen llenar los trojes, aunque sólo fuese para pasar la estación, sin tener que emigrar lejos en busca de comida; pero fue necesario establecer un vigilante servicio de policía para evitar el robo de los viajeros y de los vagos que merodeaban de noche por las chacras y el lago cosechando los tablones lindantes con el camino y los pocos nidos que aún quedaban entre los eneales.
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